Ir al contenido principal

Me crié rodeada: historia de una infancia (entre otras muchas)

No me crié rodeada de literatura. No leí a Dickens a los ocho años ni escribí mi primer cuento con cinco y medio. A esa edad quería ser pintora o gimnasta y me hacía trizas las rodillas contra el cemento del patio del colegio y luego me las lamía. De hecho, lo que más me había impresionado de un cuento en la primaria, del que no recuerdo siquiera el título, fue su portada, que contenía un dibujo que traspuse en una hoja a mi modo y acabó pintado al cabo de una década en una camiseta amarilla, cuya foto fue portada del blog-proyecto que más tiempo me duró. Del personaje del dibujo inicial solo recuerdo que sudaba lágrimas. 


¿Había libros en mi casa? Sí los hubo y otros llegaron pronto a mis manos de niña: "El Principito" y una antología de Antonio Machado, con el lomo cayéndosele a pedazos y al que le puse celo entre varias hojas por dentro y que tenía por portada un poema u oración de Rubén Darío que aún recuerdo como si formara parte de mi propia infancia y que también traspuse en un papel cuyo fondo pinté de verde: "Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan profunda / que apenas se podía ver". Fue poco después que mi tía me regaló un verano a "Fray Perico y su borrico" y fue después cuando leí a Roald Dahl, como toda mi generación leyó "Matilda" (y si no, vio la película) o "Las brujas". "El libro de la selva" de Kipling y alguna novela de Jules Verne también formaron parte de algún estante de niña, pero no lo hicieron ni "La historia interminable" de Michael Ende ni "El príncipe feliz" de Oscar Wilde. 

Recuerdo, en cambio, con cariño los libros verdes de Maite Carranza, y es que tuve la suerte de que en la escuela nos obligaran a leer un libro por semana y a hacer una ficha técnica del libro todos los martes y yo, que no caí en la cuenta de que se podía ser mala fingiendo leer lo que no se ha leído, no paré de leer al menos un libro semanal. Cierto cariño le cogí también a los libros en tapa dura de Harry Potter, boom en el patio del colegio y que fue pasando de mano en mano por nuestras infancias. Con más cariño aún recuerdo cómo la biblioteca del barrio se convirtió en el lugar más divertido de la semana, sitio de encuentro más que de lectura, y donde alguien me gustó mucho por primera vez. Eso sí, aunque nadie leía en absoluto en aquella biblioteca y armábamos demasiado ruido y recuerdo cómo chistaba la pobre bibliotecaria, la biblioteca y el puente de madera entre muros que tiene en frente queda hoy sacralizada en el recuerdo de muchos. 

No terminé una novela de Gabriel García Márquez hasta que tuve al menos dieciséis y lo hice en el seminario de castellano del instituto en lectura silenciosa individual pero junto con otros. Cuando hube de leer El Quijote por primera vez, también en primero de bachillerato, me salté unos buenos cuantos capítulos, porque no me daba tiempo a presentar el comentario de texto que tocaba, pero tuve la elegancia de marcar qué es lo que me estaba saltando para algún día, cuando lo leyera completo, quizá estudiando filología hispánica, supiera qué es lo que había dejado atrás. También me salté fragmentos del Paraíso de Dante, porque leí primero el Infierno, y los cuentos de Borges no llegaron a mi vida hasta que cumplí los veinte. Reconozco que cuando vuelvo a abrir algunos de ellos sigo sin comprenderlos del todo. La edición bilingüe de "1984" me sigue esperando y "La peste" de Albert Camus sigue preguntándose por qué diablos no la habré terminado. Sospecho que quizá cuando me jubile leeré La montaña mágica y reempezaré el Ulises. 

Tampoco, que yo recuerde, me leyeron un cuento antes de dormirme, ni se me propuso que leyera un libro, salvo el de Fray Perico que he comentado arriba. Mucho menos me obligaron para que la niña saliera más lista, ¡faltaría más! Mi primer recuerdo de verdadero disfrute con un libro fue un día que me castigaron a todo. Sin saber qué hacer, dado que todo parecía estar incluido en el castigo a todo pregunté si podía leer un libro. Qué fantástico fue dejar de pensar en la Play Station y sentarme en un rincón a leer. Pero en fin. 

Lo que si tenía era un afán de doméstica bibliotecaria. Todos los libros de la casa, que no eran muchos pero tampoco pocos, quedaron organizados en una gran estantería que todavía existe y registrados en mi infantil base de datos. Creo que no fui bibliotecaria por los pelos, probablemente porque el impulso docente siempre fue más fuerte, pues ya con siete años tuve claro que yo sería profe, y debió de combinarse azarosamente con la curiosidad por engancharme de veras a algún libro de los estantes. Esa misma estantería, que ya no es tan grande cuando los ojos que la ordenaron han crecido, volvió a ser reorganizada y dispuse etiquetas para dividir libros y otros objetos en temas varios, en un afán organizativo que quién sabe de dónde salió, previo a mi conciencia de la existencia de Marie Kondo.

No era mi hogar infantil un nido literafílico de infinitas obras ni había estanterías correderas con kilos y kilos de libros donde elegir. Lo que sí había era una madre, una madre pegada siempre a un diccionario o a una gramática, nunca sentada en una silla de oficina, sino pululando por la casa o que, siempre que descansaba en el sofá, lo hacía con sus libros. También en el parque con los apuntes. Creo que me crié entre apuntes, pero sobre todo junto me crió alguien que consigo tenía siempre libros o apuntes entre las manos. Es la interacción de las personas con los libros lo que realmente importa y da significado al recuerdo. Con el tiempo comprendí por qué tantos libros de aquella estantería estaban llenos de garabatos de colores, eran de mi hermano, no míos, probablemente porque yo no caí en la cuenta de que se podía ser mala esbozando el universo con rotuladores en los libros. El caso es que podría haber gozado de muchos kilos de libros muriendo en estantes, podría haber tenido estanterías correderas y haber nacido en una casa donde se dedicara una habitación a hacer una biblioteca, que si ella no hubiera estado leyendo de pé a pá el diccionario tal y la gramática cual a mí no me hubiera quizás calado un libro ni hubiera absorbido que el conocimiento es el camino hacia todo. ¿O sí? No lo sabremos nunca, pero yo creo que no. 

Comentarios



LA VERDAD QUE NO VEMOS

No, no quiero los sueños. Es la vida,
la realidad la que nos llama. Escucha.
Leopoldo de Luis

Deja que te lo explique, no en palabras
— que con palabras no se entiende a nadie —
sino a mi modo oscuro, que es el claro.
Mirta Aguirre

 

Está aquí, déjame que te lo muestre,
en este pequeño espacio de aire,
esta dimensión, toda esta anchura
de trazas, de briznas
aciculares, está en esta brisa ingenua
que tanteo con los dedos,
que trato de asir para hacer mía,
es de sí misma,
                              está aquí.


Está en este soplo hecho de desgarros,
está en el lápiz que me cae de las manos
si abro la palma,
está en esta corriente alterna,
está en genios y mediocres,
en las nubes de las partículas,
en las ínfulas extrañas
y en el pliegue de las alas de un cóndor negro,
en la precipitación de un vidrio
que no nos hiere apenas
y en los resquicios invisibles
de nuestras cicatrices más finas,
está en el cieno de los ríos
que arrastras a las cimas,
en la cima lozana
que hallas en la mirada,
las miradas tiernas
que no adviertes,
y las que adviertes,
                                está aquí,
no puede estar en ningún otro lado.


La recogemos,
este soplo que resollamos
está hecho de ella.
Este vasto espacio que media
entre tú y yo,
los lugares entre nosotros
que no habitamos
y que alcanzamos al vuelo
con esfuerzo
y devoción de céfiro,
la verdad es que es esto,
está aquí.