¿Qué tienen las librerías que recorrerlas es tan delicioso? ¿Qué hay en estas que caminar por sus pasillos recolectando ideas a través de portadas y contraportadas calma las mentes más versadas en el pensamiento y aviva las más aturdidas?
Como si se tratase de un
supermercado de ideas, vas quedando posicionado ante la infinitud de todo lo
que se ha escrito. Con cierta perplejidad, también algo de impotencia. La
infinitud también de lo que queda por escribir y de lo que se podría llegar a escribir.
Las posibilidades de la palabra, los universos posibles en los que se escribe lo
que en este no se ha materializado todavía y lo que no tendrá razón de ser, aunque
este es el mejor —¿el mejor según quién— de todos los mundos bibliófilos
posibles o al menos este es el que es. Detrás de esta última idea está Leibnitz,
no me culpen a mí por esta leve sandez. Podría, por ejemplo, cristalizar
todos los apuntes de viajes en un diario crítico, aunque siempre me sobrevenga el
pensamiento de que esto no importara a nadie y hay cuestiones más importantes
que atender en la escritura. También sería posible una breve novela sobre la
aceptación de lo que son y cómo son los demás, aunque elijan la peor opción (¿la
peor según quién?) y la que más nos duele. Pero esto, según y como, tampoco
sería de gran interés. Aunque, en realidad, solo es necesaria una motivación
para escribir. Hay que tener un motivo para escribir. Y una responsabilidad.
Toda historia puede ser, en cierto modo, relevante. ¿Cuál es, en cualquier
caso, mi historia? Si es que hay una sola, pues estamos hechos de tanta
narrativa que el todo lo forma un conglomerado de narraciones que vamos
reconstruyendo, en este mundo posible y en los otros mundos posibles de la
mente. Ponía como primer ejemplo los apuntes de viajes, que son más que eso
porque trascienden en realidad la vivencia propia en una geografía específica,
pero lo cierto es que yo, de Barcelona, ciudad en la que nací y que he querido
y a veces detestado a casi partes iguales, no he podido desquitarme de la
ciudad que me vio llegar al mundo y la he acabado eligiendo, por una especie de
metonimia (porque mis raíces y mis seres queridos están siempre aquí), como espacio
en el que permanecer para los restos.
Recorro en Barcelona los
pasillos de la librería Altair, la librería mítica de viajes que cada tantos
años visito. Es la primera vez que la transito con un interés genuino en la
literatura de viajes. Se siente uno en la librería como uno de esos puntos en
un mapa que sirven de indicador de dónde está ubicado usted o incluso como uno
de aquellos mapas rellenos de marcas de los sitios en los que ya has estado y
que le despiertan a una lo inconmensurable de la finitud del planeta en el que
vivimos. Los puntos de estos mapas coleccionadores de "estuve-aquíes"
son cuantitativos, pero no cualitativos, cabe decir: ni suelen reflejar el
tiempo, el conjunto de vivencias y cómo se experimentó con la mente ese viaje. Yo
que siempre he sentido devoción por la inmersión en los lugares durante tiempos
determinados más o menos largos y no tanto por andar pisando muchos lugares
distintos, ahora puedo decir que he perdido todavía más amplitud en pro de la
profundidad. Parentéticamente, debo decir que me alegra ser consciente de esa
devoción preexistente, pues cuantas veces vive una como novedoso un rasgo que
siempre estuvo ahí pero del que no había reparado. Podría vivirse esto como una
derrota de la experimentación, pero, en realidad, es una cuestión de precisión
y autoconocimiento, mal llevado las más de las veces, pero autoconocimiento al
fin y al cabo.
Además de recorrer la
amplitud infinita en la librería y que contiene en su seno el abanico de mundos
posibles, hay también en este establecimiento un efecto de binocular al abrir
libros y ojear alguna idea e ir rescatando e ir anotando e ir jugando. Hay que
dejar de lado en ese momento la sensación de insuficiencia de la mente para
abarcar todo el conocimiento —seguro que está hambre debe de tener un nombre—.
Que no podemos leerlo todo ya lo vamos aprendiendo mientras vamos olvidando
todo lo que fuimos engullendo, libro a libro, fragmento a fragmento, con cada
vez menos tristeza y turbia culpa. Casi peor es cuando leo una línea y ya se me
ha olvidado la anterior y la siguiente me espera para ser releída.
También, dicho sea de
paso, olvido las postales que me mando —tengo una relación muy cercana conmigo
y con mis múltiples versiones, posibles, plausibles e imposibles, en distintas épocas—.
Alguna vez me grabé vídeos para la “yo” del futuro, la que indefectiblemente acabe
siendo, —muchos de estos caminando, pero alguno con un discurso espontáneamente
hilvanado, como aquel desde las estupendas sendas de los lagos Plitvice en
Croacia—. Puede que lo haga por si, más allá del goce del momento mientras
grabo, pierdo camino en el futuro, camino que está siempre en construcción, o por
si olvido la trayectoria o tomo un camino que mientras grababa y me mandaba el
vídeo pensé que sería bueno recordar en el futuro que al principio yo tenía
otra dirección y me perdí en otra senda. Es una manera de querer a todas las
versiones de una misma y también de soltar las que se desearon ser y no han
podido ser y las que no se quieren porque algo más acorde ha ocupado su lugar.
Hay que quererse en la multiplicidad de la que se es y también de la que no se
es. Hace tiempo, por ejemplo, me había mandado una postal a mí misma desde otro
lugar mientras pasaba un año en otro país, pero el correo la había traspapelado
y llegó años después. Para cuando la leí, los sueños de antaño habían quedado
atrapados en otro tiempo y mencionaba un lugar al que partir que era una opción
lejana y que yo ya no contemplaba y, curiosamente, aunque nunca me prometo
nada, terminé yendo allá un tiempo después.
Una librería es. además
de un refugio en amplitud y precisión para la mente, un refugio climático. Es
parecido a la brisa en una playa medio paradisíaca, y digo medio porque no creo
en los paraísos más que como idea. Creer en los paraísos me parece ingenuo y
crédulo y, si bien los inocentes son por lo general personas lindas, son
también más vulnerables. De camino a los estantes de las guías de mi próximo
viaje, aún por pensar y reservar, me paro en la sección de fotografía. Seguro
ahí encontraré medio paraísos dignos de recorrer. Miro los libros de
fotografía: manuales de foto, el arte de la foto, la historia de la foto.
Cronología de la foto, miradas de la foto, el ojo de la fotografía, la memoria
de la foto. La fotografía revela realidades invisibles. Los títulos de los
libros de fotografía contienen a veces más recursos retóricos que la publicidad
de las marquesinas de las paradas de autobús. De ahí saltaré en un rato a la
biblioteca Agustí Centelles, que dispone del fondo bibliográfico especializado
en fotografía de esta ciudad. El libro de fotos de Frida Kahlo: meter una
radiografía en el dietario de fotos. Los lugares del viaje de marco Polo o los
de la segunda expedición después de la de Magallanes, — los segundos cuando son
segundas y grandes pioneras de recorrer la circunvalación de la tierra aún quedan
más aparte de todo—. Vidas con una selección de fotos que no son la tuya pero
que las haces tuyas sin serlo y sabiendo que la tuya es tuya. Me recuerdan que
la vida también es una secuencia de instantáneas, que la memoria retiene a
menudo solo fragmentos de nuestras narrativas, distorsionados por un obturador
de lo que queremos recordar o lo que necesitamos olvidar. Quizá por eso también
me mando postales y vídeos a mí misma o recorro pasillos de librerías, para volver
a moldear con ideas que antes no había atisbado las múltiples narrativas de lo
que creemos que somos sin serlo.
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