Jorge Semprún (2001): Viviré con su
nombre, morirá con el mío. Tusquets Editores. Barcelona. Título original: Le mort qu’il faut.
El motivo por el que el lector sigue leyendo Viviré con su nombre, morirá con el mío hasta
el final de la obra no es únicamente el interés
intrínseco del tema tratado en la obra (que podría ser, pero no es el
caso), sino que es, además, por el modo
como Semprún configura una realidad vivida en literatura: porque es un libro
narrativamente excelente, por su estructura narrativa y, por añadidura, por un estilo poco ondulado – o sea, bastante
llano, pero sin perder rigor estilístico – que lleva al lector a leer con
avidez.
La narración
funciona a través de una historia
anclaje que vertebra toda la novela. Esta historia, lejos de ser una simple
anécdota dentro del tema, constituye un episodio clave para el sentido global
de todo el texto, vivido por el narrador en el campo de concentración de
Buchenwald. Esa historia anclaje se va
desmenuzando en trozos, a partir de los cuales se extienden nuevos caminos
que llevan espontáneamente a nuevos pasajes narrativos. Todo queda bien engarzamado. De una anécdota pasa a
otra, de esta a un recuerdo, de ahí un flashforward
(prolepsis), volviendo al recuerdo, quedando anclados pequeños temas que
componen un mosaico amplio y personal de la experiencia de un hombre en un
campo de concentración.
Por otro lado, el autor presenta la información de un
modo que podría resultar a ojos de un ignorante de la historia europea del
siglo XX como falsa. Sin duda, lo que no hace el autor es presentar la historia
–que es el conjunto detrás de la microhistoria y de la relación entre los
acontecimientos históricos grandes y las pequeñas historias que ocurren en el
día a día de los reos – como un marco sin trasfondo que solo sirve para decorar
el escenario en el que los personajes deambulan. En mi opinión, la historia
funciona en muchos casos como influencia en el sistema de ideas y de creencias
del ser humano individual. La verosimilitud
surge no solo por la parcial veracidad de los hechos narrados, sino por las
estrategias empleadas por el autor.
Desde el punto de vista de un narrador/autor en
primera persona, la visión parcial de la
historia (terriblemente, en el buen sentido, fantástica) se subsume a una verificación de datos, que el narrador
aporta al lector. En todo caso, permite que el lector sea capaz de quedarse
entre la línea de la ficción y de la
realidad. Cabe añadir, por un lado, que precisamente el hecho de aportar
datos sobre el campo de concentración de Buchenwald que podríamos calificar
como positivos, a pesar de todo, y que
los que no estamos documentados en este tema no esperaríamos, es uno de los
recursos que otorgan verosimilitud a la historia narrada. Por otro lado, es el
propio narrador quien aportará las claves sobre dónde está el límite, dentro de
su novela, entre la invención de personajes y la persona de carne y hueso que
los encarna:
«A veces invento personajes. O en mis relatos les doy
nombres ficticios, aunque ellos sean reales. Las razones son diversas, pero
dependen siempre de necesidades de carácter narrativo, de la relación que hay que
establecer entre lo verdadero y lo verosímil» (Semprún 2001:222).
El libro no se agota con las varias reflexiones sobre los temas centrales
de la vida. Girará en torno de la muerte
(«la muerte ya no tenía para nosotros ningún secreto, ningún misterio» [Semprún
2001:211]) y de la vida,
difícilmente antagónicos en la lectura de Viviré
con su nombre, morirá con el mío. Pero se despliegan en algunas capítulos
temas como la memoria, la sexualidad, la promiscuidad y la intimidad
en el campo de concentración, el poder de la poesía («el recitado poético en voz baja o en voz alta (…) en
cualquier circunstancia, lugar u hora del día. Solo se necesitaba un poco de
memoria» [Semprún 2001:212]) y de la música
y del paseo solitario, entre otros.
Lamentablemente para el lector poco leído, la
infinidad de referencias bibliográficas y el engranaje entre las ideas
contenidas en el libro y las ideas a las que el autor refiere a través de citas
se pueden malograr si el lector no es lo suficiente avispado como para llevar a
cabo una búsqueda bibliográfica (uno acaba preguntándose por qué no ha leído
ninguna novela de tal o de cual fiera literaria mencionada en el libro). En
cualquier caso, esa primera persona narrativa se va repitiendo a sí mismo frases
«como conjuros» que en varios momentos se acaban clavando como un eco en
nuestras cabezas.
Por último, el lector poco afanoso podrá no solo
perderse en las referencias directas, sino a veces también en frases como «el
desorden vital, ubuesco, impresionante y cálido», donde “ubuesco” no remite a
ninguna palabra que esté en nuestras redes semánticas. Cuestión de buscar, pero
no la encontrarán en el diccionario. Cuestión, al fin y al cabo, de complacerse
con este libro, que ofrece las propias claves de su lectura dentro de sí mismo.
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